Las imágenes reiterativas del desplome del World Trade Center en la mañana del 11 de septiembre de 2001 quedaron grabadas en las mentes de toda una generación. Las apocalípticas escenas de neoyorquinos corriendo para escapar de una densa nube de humo y escombros parecerían ser un trágico presagio de la incertidumbre que estaría a punto de inundar el escenario internacional.
La destrucción de uno de los más reconocidos íconos de la civilización occidental contemporánea parecería indicar que el mundo que vivíamos ya no sería el mismo.
Desde Pearl Harbor, en 1941, ningún enemigo externo se había aventurado a lanzar un ataque de grandes proporciones en suelo estadounidense. Ni la China comunista, ni el imperio soviético, ni el Irán de los ayatolás o la Corea de los Kim lo hicieron.
Los eventos del 11 de septiembre, junto con la evolución impensable en aquel momento de la comunicación, ayudaron a crear un entorno en el cual los medios, en nombre del miedo y el lema de la supuesta seguridad, fallan a menudo en su utópica tarea de contribuir a un mundo mejor.
En términos ideales, las noticias propagadas por los medios, especialmente las de carácter internacional, deberían servir para combatir la ignorancia, la pasividad de una audiencia lejana de los lugares donde ocurren los hechos, y combatir los prejuicios hacia sociedades y culturas lejanas. En definitiva, para intentar entender al otro.
El 11 de septiembre de 2001 ha contribuido a desencadenar más guerras y una violencia que ha aumentado de forma exponencial, junto con una constante sensación de inseguridad y su diaria presencia mediática en la vida de todas las personas.
Las consecuencias de ese día han repercutido en todos los campos e impactado también la tarea diaria tanto de los medios de comunicación como de los periodistas que han cubierto eventos relacionados en los últimos 15 años. (Fuente: El Espectador)